La psicología de las masas del sufrimiento -continuacion-

 

En cuanto a sus logros personales con el tratamiento, Freud nunca fue capaz de curar de forma permanente a uno solo de sus pacientes, y ciertamente el psicoanálisis no se ha mostrado mucho más efectivo desde entonces. En 1984, el Instituto Nacional de Salud Mental estimó que más de cuarenta millones de americanos eran enfermos mentales, mientras que un estudio de Regier, Boyd y otros, (Archivos de psiquiatría general. Noviembre 1988) concluyó que el quince por ciento de la oblación adulta tenía algún "desorden psi quiátrico". Una dimensión obvia de esta situación es la familia contemporánea que, en palabras de Joel Kovel, "ha caído en un agujero de permanente crisis", tal y como indica el flujo interminable de individuos emocionalmente inestables que terminan en manos de la industria de la salud mental.

Si la alienación es la esencia de todas las condiciones psiquiátricas, entonces la psicología sería el estudio de los alienados; sin embargo, faltaría el reconocimiento de que esto es así. Para los cánones de Freud y la Sociedad Psicológica, el efecto de la sociedad sobre el individuo, que le impide reconocerse, es irrelevante para el diagnóstico y el tratamiento. De este modo la psiquiatría se apropia del dolor y la frustración que paralizan al individuo, los redefine como enfermedades y, en algunos casos, se muestra capaz de suprimir los síntomas.

Mientras, un mundo insano continúa con su racionalidad tecnológica, que excluye cualquier rasgo espontáneo o afectivo de la vida: la persona es sometida a una disciplina diseñada a costa de su sensualidad para hacer de ella un instrumento de producción.

La enfermedad mental es un escape inconsciente y primario de este diseño, una forma de resistencia pasiva. R. D. Laing describía la esquizofrenia como un limbo psíquico que simula una especie de muerte para preservar algo de la propia vida interior. El esquizofrénico tipo ronda los veinte años y se halla en la cumbre del largo periodo de socialización, que le ha estado preparando para su incorporación a un rol en un puesto de trabajo. Pero él no es "adecuado" para este destino.

 

Históricamente, resulta curioso que la esquizofrenia esté íntimamente relacionada con la industrialización, como demuestra convincentemente Torrey en Esquizofrenia y civilización (1980).

En años recientes, Szasz, Foucault, Goffman y otros han llamado la atención sobre los presupuestos ideológicos con que se contempla la ‘enfermedad mental’. El lenguaje ‘objetivo’ encubre con eufemismos los prejuicios culturales, como en el caso de los ‘desórdenes’ sexuales: en el siglo XIX la masturbación se consideraba una enfermedad, y tan sólo en los últimos veinte años la homosexualidad ha dejado de catalogarse como un trastorno psicológico.

Resulta claro el componente de clase que ha intervenido en los orígenes y en el tratamiento de las enfermedades mentales. Lo que se denomina comportamiento ‘excéntrico’ entre los ricos, merece entre los pobres el calificativo de desorden mental, y un tratamiento bastante diferente. Por otro lado, un estudio de Hollingshead y Redlich, Clase socialy enfermedad mental (1958), ha demostrado que los pobres se muestran mucho más susceptibles de llegar a una situación emocional inestable. Roy Porter observó que el loco, imaginando el poder en sus manos, siente la omnipotencia y la impotencia simultáneamente. Esto nos recuerda que la alienación, la impotencia y la pobreza hacen que las mujeres sean más propensas a sufrir el colapso que los hombres. La sociedad hace que nos sintamos manipulados y, por tanto, desconfiados, ‘paranoicos’, ¿y quién no se deprime ante esta situación? La distancia entre la neutralidad y el buen criterio alegados por el modelo médico y los crecientes niveles de dolor y enfermedad aumenta progresivamente, mermando así la credibilidad de la industria sanitaria.

El fracaso de los anteriores métodos de control social ha dado un gran impulso a la medicina psicológica, expansionista en esencia, en las últimas tres décadas. El modelo terapéutico de la autoridad (y el poder del profesional, supuestamente libre de prejuicios, que lo respalda) se entremezcla cada vez más con el poder del estado, instituyendo una invasión del yo que ha conseguido llegar mucho más lejos que otros esfuerzos anteriores. "No existen límites para la ambición del control psicoanalítico; si estuviera a su alcance nada se le escaparía", según Guattari.

Respecto a la medicación aplicada a los comportamientos desviados hay también mucho que decir, aparte de las sanciones psiquiátricas aplicadas a los disidentes soviéticos, o el conjunto de técnicas de control mental, incluyendo la modificación del comportamiento, que se ha introducido en las prisiones de EE.UU. El castigo ahora se acompaña del tratamiento, y el tratamiento introduce nuevas formas, más potentes, de castigo; la medicina, la psicología, la educación y el trabajo social adoptan progresivamente métodos de control y disciplina más eficaces, al tiempo que la maquinaria legal se vuelve más médica, más psicológica y más pedagógica. Pero este nuevo orden, que se asienta principalmente en el miedo y que necesita cada vez más de la cooperación de aquellos a quienes va dirigido, no garantiza la armonía cívica. De hecho, con el fracaso generalizado de este nuevo orden, la sociedad de clases está agotando sus tácticas y excusas, dando lugar a nuevas bolsas de resistencia.

La concepción de lo que hoy se denomina "salud mental comunitaria" tiene sus orígenes en el

Movimiento de Higiene Mental de 1908.

Situada en el contexto de la degradación taylorista del trabajo llamada Gestión Científica, y frente a una amenazadora corriente de militancia de los trabajadores, la nueva ofensiva psicológica se apoyaba en la siguiente premisa: "la agitación individual llevada al extremo implica una mala higiene mental". La psiquiatría comunitaria representa una forma tardía y nacionalizada de esta psicología industrial, desarrollada para desviar las corrientes radicales de sus objetivos de transformación social y reprimirlas bajo el yugo de la productividad dominante. Hacia los años veinte, los trabajadores se habían convertido en el principal objeto de estudio de los profesionales de las ciencias sociales, como Elton Mayo y otros, en un momento en que la promoción del consumo como estilo de vida se empezaba a descubrir como un buen método para aliviar la inquietud colectiva e individual. Hacia finales de los años treinta la psicología industrial "había desarrollado ya muchas de las principales peculiaridades que hoy caracterizan a la psicología comunitaria" como los tests psicológicos masivos, el equipo de salud mental, los consejeros auxiliares no profesionales, la terapia familiar, las consultas externas y el consejo psiquiátrico en los negocios, como señala Diana Ralph en Trabajo y locura (1983).

El millón de hombres rechazados por las fuerzas armadas durante la II Guerra Mundial debido a su ‘ineptitud mental’, y el constante aumento de dolencias relacionadas con el estrés que se observó desde mediados de los cincuenta, llamaron la atención sobre la naturaleza enormemente paralizadora de la alienación industrial moderna. Se solicitó ayuda financiera al gobierno, que respondió con la legislación federal de 1963 sobre Centros de Salud Mental Comunitaria.

Armada con drogas tranquilizantes, relativamente nuevas, para anestesiar a los pobres y a los parados, se inició una nueva presencia estatal en áreas urbanas hasta entonces fuera del alcance del ethos terapéutico. No es de extrañar que algunos militantes negros vieran en estos servicios de salud mental un nuevo sistema, más refinado, de pacificación policial y de vigilancia de los guetos.

Las tribulaciones del orden dominante, siempre intranquilo frente a las masas, fueron resueltas principalmente, como en tantas otras ocasiones, por la poderosa imagen que la ciencia había creado sobre la normalidad, lo saludable y lo productivo. La autoinspección implacable, en función de los cánones de normalidad represiva establecidos por la Sociedad Psicológica, es la mejor aliada de la autoridad. La familia nuclear, en su momento, proporcionó el soporte psíquico de lo que Norman

O. Brown llamaba "la pesadilla del progreso tecnológico en expansión infinita". Considerada por algunos como un bastión frente al mundo exterior, siempre ha funcionado como cadena de transmisión de la ideología reinante, más concretamente como el lugar donde se origina la psicología introvertida de las mujeres, donde se legitima su explotación social y económica y donde se ocultan las insatisfacciones sexuales.

Mientras tanto, la preocupación del estado por los niños conflictivos o delincuentes, no es sino otro aspecto del poder que se arranca a la familia, como han estudiado Donzelot y otros. En virtud de la imagen de lo que es bueno en términos médicos, el estado gana terreno y la familia pierde progresivamente sus funciones. Rothbaum y Weisz, en Psicopatología infantil y la búsqueda del control (1989), discuten el ascenso fulgurante de su profesión; La sociedad psiquiátrica (1982) de

Castel, Castel y Lovell vislumbraba el día, no tan lejano, "en que la infancia estaría totalmente regida por la medicina y la psicología". De hecho, en algunos aspectos ya encontramos esta tendencia:

James R. Schiffman, por ejemplo, escribió sobre uno de los síntomas de las familias destrozadas en "Aumenta de forma alarmante la cantidad de adolescentes que acaban en hospitales psiquiátricos" (Wall Street Journal, 3 febrero 1989).

La terapia es un ritual clave de esta religión psiquiátrica que nos invade. Los miembros de la

Asociación Psiquiátrica Americana se elevaron de 27.355 en 1983 a 36.223 a finales de los ochenta. En 1989, un récord de veintidós millones de personas visitaron a los psiquiatras y a otros terapeutas; estos gastos se cubrían, total o parcialmente, con diversos planes de seguros. Teniendo en cuenta que tan sólo una pequeña minoría de aquellos que practican alguna de las aproximadamente quinientas variedades de psicoterapia, son psiquiatras o especialistas reconocidos por los seguros médicos, nos podemos imaginar la magnitud del mundo de la terapia en la sombra.

Philip Rieff consideraba el psicoanálisis como "uno más de los métodos para aprender a soportar la soledad producida por la cultura"; en mi opinión esta definición se acerca bastante a las relaciones

que se producen en la terapia, curiosamente distantes, circunscritas a esa situación artificia), y asimétricas. La mayor parte del tiempo una persona habla y la otra escucha. El cliente casi siempre habla de sí mismo y el terapeuta casi nunca lo hace. El terapeuta elude escrupulosamente cualquier contacto social con los clientes, lo que les recuerda que no han estado hablando con un amigo, amén de los estrictos límites de tiempo que encierran un espacio divorciado de la realidad diaria.

De modo similar, la naturaleza puramente contractual de la relación terapéutica, garantiza que en toda terapia se reproduzcan inevitablemente los mecanismos de la sociedad alienada. Tratar con la alienación mediante una relación pagada por horas supone pasar por airo la similitud entre terapeuta y prostituta, según los rasgos antes enumerados.

Gramsci definía al ‘intelectual’ como "el funcionario responsable del consenso", una formulación que también encaja con el rol del terapeuta. Al dirigir a otros para que concentren su "energía volitiva fuera del territorio social", como expresaba Guattari, los manipula para que acepten las constricciones de la sociedad. Al evitar todo enfrentamiento con las circunstancias sociales en las que se han desarrollado las experiencias de los clientes, el terapeuta refuerza la influencia de estas categorías sociales. Intenta centrar la atención de los clientes en las áreas llamadas ‘reales’, es decir, la vida personal y la infancia, dejando al margen todo lo relacionado con el trabajo y la sociedad.

La salud psicológica, objetivo de la terapia, es en su mayor parte un proceso educativo; el cliente es llevado a aceptar la metafísica y las asunciones básicas del terapeuta. Francois Rousrang, en El psicoanálisis nunca te deja marchar (1983) se cuestionaba porqué un método terapéutico "cuyo objetivo explícito es lograr el desarrollo de una ‘capacidad de disfrute y eficiencia’ (Freud), acaba tan a menudo en alienación, bien porque el tratamiento se vuelve interminable, o bien porque (el cliente) adopta el discurso, el pensamiento, las tesis y los prejuicios del psicoanalista".

Desde el famoso artículo de Hans Lysenko en 1952, "Los efectos de la psicoterapia", innumerables estudios han validado este descubrimiento: "Las personas que han recibido psicoterapia intensa y prolongada no se encuentran mejor que aquéllas en situaciones equivalentes a las que no se ha proporcionado tratamiento durante el mismo intervalo de tiempo". Por otra parte, no cabe duda de que la terapia y el consuelo hacen que mucha gente se sienta mejor, independientemente de los resultados concretos. Esta anomalía probablemente se deba al hecho de que los consumidores de terapia creen que han sido cuidados, reconfortados, escuchados. En una sociedad cada día más fría, esto no es poco. También es cierto que la Sociedad Psicológica condiciona a sus sujetos para culparse a sí mismos, y que aquellos que más sienten la necesidad de una terapia suelen ser los más fácilmente explotables: los más solitarios, los más inseguros, los nerviosos, los depresivos, etc. Es fácil recordar aquí el viejo dicho: Natura, sanat, medicus curat (La naturaleza sana, el médico/consejero/terapeuta cura). Pero ¿dónde quedó lo natural en este mundo alienado, lleno de dolor y soledad, en el que nos encontramos? Ya no existe la posibilidad de rehacer el mundo. Si la terapia consiste en curar, qué otra posibilidad queda sino transformar este mundo, lo cual supondría, por supuesto, el fin de la ‘sociedad de la terapia’. La Internacional Situacionista declaraba en 1963, con este mismo espíritu: "Antes o después, la I. S. debe definirse a sí misma como terapéutica".

Por desgracia, conforme avanzó la década, las grandes causas comunitarias adquirieron una orientación específicamente terapéutica, principalmente cuando el espíritu de los sesenta se fragmentó en esfuerzos menores, más idiosincrásicos. La idea predominante en un principio de que "lo personal es lo político" dio paso a las preocupaciones meramente personales, mientras la derrota y la desilusión se imponían sobre el activismo ingenuo.

 

Nacido de las respuestas críticas al psicoanálisis freudiano, que dirigía sus miras hacia las fases más tempranas del desarrollo humano, durante la infancia, el Movimiento de Potencial Humano comenzó a mediados de los sesenta y se consolidó a principios de los setenta. Basado en el ego consciente postfreudiano, el Movimiento de Potencial Humano popularizó todo un menú de terapias, que incluía seminarios de crecimiento personal, técnicas de conciencia corporal y disciplinas espirituales orientales. Casi oculto por esa marea de soluciones parciales yace un elemento potencialmente subversivo: la noción de que la vida "puede ser un tiempo de posibilidades infinitas y gozosas", como lo expresaba Adelaide Bry. La necesidad de alivio instantáneo del sufrimiento psíquico fomentó una preocupación creciente por la dignidad y el pleno desarrollo del individuo. Daniel Yankelovich (Nuevas Reglas, 1981) vio la importancia cultural de esta búsqueda, concluyendo que, hacia finales de los años setenta, un ochenta por ciento de los americanos practicaba esta búsqueda terapéutica de transformación.

Pero los métodos privatizados del Movimiento de Potencial Humano, que alcanzaron su máximo nivel con la Sociedad Psicológica, fueron incapaces, obviamente, de cumplir sus promesas de ruptura duradera y real. ArthurJanov reconocía que "todos en esta sociedad sufren mucho", pero no planteó ninguna reflexión crítica sobre la sociedad represiva que provocaba este sufrimiento. Su técnica del Grito Primigenio se califica como la cura más ridicula de los años setenta. La promesa de plenitud y poder que ofrecía la cinesiología consistía fundamentalmente en tecnologías bioelectrónicas ideadas para socializar a la gente de acuerdo con una visión del mundo y un objetivo autoritarios. La popularidad de grupos de culto como los Moonies recuerda a los procesos para los no iniciados: aislamiento, pérdida, expectación y sugestión; los lavados de cerebro y la búsqueda con connotaciones chamánicas son utilizados por ambos.

Hablando de manipulación psicológica intensiva, los Seminarios de Preparación de Werner Erhard fueron los más populares y, en cierto modo, el fenómeno más característico del Potencial Humano.

Su fundador hizo una fortuna ayudando a los adeptos a sus seminarios a "elegir convertirse en lo que son". Con la clásica fórmula de culpar a la víctima, Erhard llevó a la gran masa de sus seguidores a una aceptación casi religiosa de una de las mentiras básicas del sistema: sus discípulos eran dócilmente conformistas porque "aceptaban su responsabilidad", la responsabilidad de haber creado las cosas tal como son. La Meditación Trascendental se mercantilizó, ayudando a sus adeptos a lograr una incorporación pasiva en la sociedad. La supuesta utilidad de la Meditación Trascendental para ajustarse a los variados "excesos y tensiones" de la sociedad moderna era uno de los principales argumentos de venta a las empresas, por ejemplo.

Atrapados en un mundo extremadamente racionalizado y tecnológico, los investigadores del Potencial Humano buscaban el desarrollo personal, la proximidad emocional y, por encima de todo, la sensación de tener algún control sobre sus vidas. Los bestsellers de autoayuda de los setenta, como Poder, Tus zonas erróneas. Cómo tomar el control de tu vida. Automación, Buscando el uno y Rompiendo tus propias cadenas, insisten en el tema del control. La doctrina de la realidad como una construcción personal, requería un control claramente definido. Una vez más, la aceptación de la realidad social como presupuesto suponía que "un entrenamiento de la sensibilidad", por ejemplo, podía traducirse en una gran insensibilidad hacia la mayor parte de la realidad, dando lugar a una mayor alienación, mayor ignorancia y mayor sufrimiento.

El Movimiento de Potencial Humano llegó al menos a popularizar la idea del fin de las enfermedades, aunque fracasó, al no poder hacer realidad dicha promesa. El conjunto de nuevas terapias invadió de forma apabullante la vida diaria, entrando en competencia con el antiguo modelo ‘científico’ de comportamiento, principalmente freudiano. En cuanto a las expectativas terapéuticas, apareció una esperanza fundamental, más allá del pensamiento positivo o del confesionalismo vacío.

Una forma común de autoayuda, que representa claramente un avance respecto a la terapia tradicional bajo la dirección de un experto, y respecto al adiestramiento comercializado de masas, como las ‘presentaciones’ y ‘seminarios’, es el famoso ‘grupo de apoyo’. Basados en la igualdad de los miembros del grupo y ajenos a toda comercialización, los grupos de apoyo para distintos tipos de dolencia emocional se han cuadruplicado en número durante los últimos diez años.

Cuando estos grupos no están basados en la sujeción del individuo a un ‘Poder Superior’ y en la llamada ‘ideología de los doce pasos’, como ocurre con los grupos ‘anónimos’ (p. e. Alcohólicos

Anónimos), proporcionan una gran fuente de solidaridad y trabajan contra el aislamiento y la alienación que supone tratar la enfermedad o la dolencia al margen del contexto social.

Si el Movimiento de Potencial Humano pensaba que era posible la creación de una nueva personalidad para transformar así la vida, la corriente de la Nueva Era se ajusta más al eslogan

"Crea tu propia realidad". Si se tiene en cuenta que la desolación gana terreno a diario, parece deseable crear una realidad alternativa (el eterno consuelo de la religión). La Nueva Era, en vertiginosa expansión desde mediados de los ochenta, es en esencia una negación religiosa de la realidad, más determinante que la evasión psicologista reinante.

La religión se inventa un territorio de no alienación para compensar el actual; la filosofía de la

Nueva Era anuncia el advenimiento de un tiempo de paz y armonía, que transformará radicalmente el inaceptable estado presente. Se trata de una religión sin exigencias, ecléctica, un sustituto al materialismo donde vale cualquier bálsamo, cualquier sinsentido oculto: canalización, curación con cristales, reencarnación, rescates realizados por OVNIs, etc. "Es cierto si tú lo crees".

 

Todo va bien, al menos mientras marche conforme a lo que ordena la autoridad: la ira es perjudicial y la ‘negatividad’ es una circunstancia que hay que evitar a toda costa. Se supone que la Nueva Era tiene sus raíces en el feminismo y la ecología; pero también el movimiento nazi tuvo su origen en los trabajadores militantes (recuérdese el Partido Nacional Socialista de los Trabajadores

Alemanes). Lo cual nos lleva a la principal influencia de la Nueva Era, Cari Jung. Es desconocido o resulta irrelevante para estos buscadores de la felicidad suprema que no ‘juzgan’ el hecho de que, en su intento por resucitar todas las viejas creencias y mitos, Jung no era tanto un psicólogo como una figura de la teología y la reacción. Es más, como presidente que fue de la Sociedad Internacional de

Psicoterapia entre 1933 y 1939, dirigió su sección alemana, estrechamente relacionada con el movimiento nazi, y coeditó el Boletín de Psicoterapia junto con M. H. Góring, primo del Mariscal del Reich del mismo nombre.

Desde la aparición de Condiciones fronterizas y narcisismo patológico (1975) de Otto Kernberg, y de La cultura del narcisismo de Christopher Lasch (1978), ha ido tomando fuerza, aparentemente, la idea de que ‘los desórdenes de la personalidad narcisista son el epítome de lo que nos sucede a todos, y representan la ‘estructura subyacente’ de nuestra era. Narciso, la imagen del amor a uno mismo y de la constante búsqueda de satisfacción, ha reemplazado a Edipo, con sus componentes de culpa y represión, como el mito de nuestro tiempo; esta corriente ha sido proclamada y aceptada más allá de la comunidad freudiana.Este cambio, que se viene produciendo desde los años sesenta, parece guardar mayor relación con la búsqueda del autodesarrollo del Potencial Humano que con la de Nueva Era, cuyos devotos se toman sus propios deseos menos en serio. Las fórmulas comunes de la Nueva Era, tales como "tú eres infinitamente creativo", "tú tienes un potencial ilimitado", pecan de promover entre aquellos que dudan de sus capacidades de cambio y crecimiento un deseo de satisfacción vago, vacunado contra la ira. Aunque el concepto de narcisismo resulta algo escurridizo clínica y socialmente, a menudo se manifiesta de un modo tan agresivo que asusta a los partisanos de la autoridad tradicional.

Debemos añadir que la preocupación del Potencial Humano por "conectar con los propios sentimientos" no era, ni mucho menos, tan fuertemente autoafirmativa como la del narcisismo, donde los sentimientos, principalmente la ira, son más poderosos que cualquier búsqueda de autoafirmación.

La cultura del narcisismo de Lasch, donde el autor hace un análisis social de la transición de Edipo

a Narciso, todavía tiene una extraordinaria influencia; se le ha dado un gran eco y mucha publicidad por parte de aquellos que lamentan este alejamiento del sacrificio interiorizado y del respeto hacia la autoridad. El ‘nuevo izquierdista Lasch demostró ser un freudiano estricto y profundamente conservador, con su mirada nostálgica hacia los días de la conciencia autoritaria apoyada en una fuerte disciplina social y paternal. No hay huellas de rebeldía en la obra de Lasch, que se acoge al orden represivo existente como la única moralidad disponible. De igual modo, Neil Postman muestra su agrio rechazo a la personalidad narcisista "guiada por el impulso", en

Divirtiéndonos hasta morir (1985). Postman moraliza sobre el declive del discurso político, que nunca más será "serio", sino "marchito y absurdo"; una circunstancia causada por la actitud comúnmente extendida de anteponer "el divertimento y el placer" a "un compromiso serio con lo público". Cabe mencionar también a Sennett y a Bookchin, dos radicales que contemplan la retirada

narci- sista del marco político actual como cualquier cosa menos positiva o subversiva. Pero hasta un freudiano ortodoxo como Russell Jacoby reconocía que en la corrosión del sacrificio, "el narcisismo abriga una protesta en nombre de la salud y la felicidad individuales", y Gilíes

Lipovetsky consideraba que el narcisismo francés había nacido durante las revueltas de mayo del 68.

De modo que el narcisismo es algo más que la ubicación del deseo en uno mismo, o la necesidad de mantener la identidad y la autoestima. Cada vez hay más gente ‘narcisistamente preocupada; esto es producto de la falta de amor, de la alienación extrema de una sociedad dividida y de su empobrecimiento cultural y espiritual. El narcisista posee un profundo sentimiento de vacío, unido a una rabia sin límites y oculta a menudo bajo la superficie, causada por la sensación de dependencia que provoca una vida de dominación.

La teoría freudiana atribuye el rasgo de la rebeldía a un inmaduro "estancamiento en el erotismo anal", ignorando por completo el contexto social; Lasch expresa su miedo al "resentimiento e insubordinación" narcisistas, con una defensa paralela de la existencia opresiva. El deseo iracundo de autonomía y valoración propia trae a la mente otro conflicto de valores que se relaciona con el valor en sí mismo. En cada uno de nosotros habita un narcisista que quiere ser amado por sí mismo y no por sus capacidades, ni siquiera por sus cualidades. Valor de por sí, intrínseco, una orientación peligrosamente antiinstrumental, anticapitalista. Para un terapeuta como Arnold Rothstein, "esta expectativa de que el mundo nos gratifique, sólo porque lo deseamos" es repugnante. Prescribe un largo tratamiento de psicoanálisis que, en última instancia, permitirá una aceptación de "la relativa pasividad, el desamparo y la vulnerabilidad implícitas en la condición humana".

Otros autores han visto en el narcisismo el ansia por un mundo cualitativamente diferente. Norman

O. Brown se refería a su proyecto de "unión amorosa con el mundo"; la feminista Stephanie Engel ha argumentado que "la llamada al recuerdo de la dicha narcisista original nos empuja a un sueño de futuro". Marcuse veía el narcisismo como un elemento esencial del pensamiento utópico, una estructura mítica que celebra y anhela la plenitud. La Sociedad Psicológica ofrece, por supuesto, todo tipo de comodidades (desde ropa y coches hasta libros y terapias) para cada estilo de vida, en 18 un esfuerzo vano por mitigar el apetito dominante de autenticidad. Debord afirmaba acertadamente que cuanto más cedamos al reconocimiento de nuestro yo en las imágenes predominantes de las necesidades, menos entenderemos nuestra propia existencia y nuestros deseos. Las imágenes que la sociedad nos proporciona no nos permiten sentirnos reconfortados como parte de esa sociedad, en su lugar nos invade una furibunda y ansiosa sensación de desorientación y negación, que convierte el ‘narcisismo’ en una configuración subversiva del sufrimiento.

Hace dos siglos, Schiller hablaba de la "herida" que la civilización ha infligido a la humanidad moderna: la división del trabajo. Al anunciar la era del "hombre psicológico", Philip Rieff distinguía una cultura "donde la técnica está invadiendo y conquistando al último enemigo: la vida interior humana, la misma psique". En la cultura de nuestra era burocrática e industrial, el delegar en expertos para que interpreten y evalúen la vida interior es el logro más maligno y opresor de la división del trabajo. Conforme nos hemos ido alienando de nuestras propias experiencias, que son procesadas, estandarizadas, etiquetadas y sujetas a un control jerárquico, surge la tecnología como el poder oculto tras nuestra miseria y como la principal forma de dominación ideológica.

De hecho, la tecnología ha llegado a reemplazar a la ideología. La fuerza que nos deforma se manifiesta constantemente, mientras que las ilusiones son expulsadas mediante el sufrimiento.

Lasch y otros pueden ofenderse e intentar ignorar la naturaleza exigente del espíritu ‘psicológico’ contemporáneo, pero para muchos está cobrando importancia, aun cuando el resultado sea igual de confuso.

Así la Sociedad Psicológica puede estar fallando al desviar, o incluso demorar, el conflicto mediante su pregunta favorita, "¿puede uno cambiar?". La pregunta real es si podemos obligar a cambiar al "mundo que refuerza nuestra incapacidad para cambiar", hasta que resulte irreconocible.

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